jueves, 11 de octubre de 2007

Capítulo 1: El Dedos, La Milagrosa y unas clases

Eran las nueve de la mañana cuando el reloj despertador empezó a darme las noticias de la mañana a gritos, sacándome de un paraíso de chicas en bikini, y vasos llenos de ron de caña hasta el mismo filo. Intenté esconderme debajo de la almohada, pero era inútil; el locutor de la emisora se había tragado durante el desayuno un par de altavoces de mil vatios, y los estaba probando junto a mi oreja, SOOOOOOON LAS NUEVE DE LA MAÑANAAAA, UNA HORA MEEEEEENOS EN CANAAAARIAS. Así que salí de mi madriguera de la almohada, me estiré hasta el límite de las articulaciones y me senté en el borde de la cama, al compás del crujir de mis tobillos. Me levanté despacio y me saqué los calzoncillos de la raja del culo, antes de que me llegaran hasta el duodeno.

La habitación estaba a oscuras, pero la conocía muy bien, como sabía la posición exacta de los lunares de mi brazo. Avancé a ciegas hasta la ventana, subí la persiana y dejé que el sol inundara el dormitorio, hiriéndome los ojos con agujas amarillas y haciéndome parpadear tres docenas de veces. Las sombras se batieron en retirada, refugiándose bajo la mesita de noche; la pobre aguantaba de pie apoyada contra la pared, frente a un viejo ropero de madera que pronto sería declarado Parque y Reserva Nacional de la Polilla.

Aún tambaleándome, víctima de las balas del sueño, y descalzo, en venganza a los más de veinte años en los que tuve que oír a mi madre decir que me pusiera las zapatillas, llegué hasta la puerta del cuarto de baño; la puñetera, al girar sobre sus goznes, protestó con el mismo tono de sublevación que una vieja artrítica a la que se le cuelan en la cola del supermercado. Me planté frente al espejo, que me devolvió el reflejo de un tipo que se asemejaba a mí, sí, quizás fuera yo ese, un treintañero que había tenido mejores mañanas. Los ojos, normalmente marrones, tenían esa mañana una aureola rojo sandía alrededor del iris, producto de las muchas horas fijando la vista y una conjuntivitis mal curada en la niñez. No me preocupaba mucho, pero día a día las entradas se iban agrandando, como si el cuero cabelludo le fuera viniendo cada vez más pequeño al cráneo, y yo encima me empeñaba en seguir peinándome hacia atrás, dejando las puntas del pelo hacia arriba. Estiré la mandíbula y me acaricié la barbilla, notando como lo que en su día fueron unos puntos azulados, ahora era una gran extensión de césped muy mal cuidado, corto y con parches; así que, por una vez y sin que sirviera de precedente, me dispuse a afeitarme, sin que tuviera que hacerlo por obligación ante una cita social ineludible, boda, bautizo o comunión del niño del primo Fernandito. El resultado: una cara suave como el culo de un recién nacido, tres cortes alrededor de los labios con sus correspondientes trozos de papel higiénico y un lavabo lleno de pelillos.

¿Quién es este tío? ¿Y por qué nos tiene que contar que tenía los calzoncillos metidos por el culo? ¿Qué pasará cuando su madre se entere de que anda descalzo? Todo esto y mucho más, muy pronto...

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