martes, 16 de octubre de 2007

Capítulo 1: El Dedos, La Milagrosa y unas clases (y II)

Tras una reparadora ducha con agua fría, que dejó evidentes secuelas en mis ingles y aledaños, volví al borde de la cama para vestirme. Mientras anudaba los cordones de mis zapatos, miré el paisaje que se extendía ante mis ojos. No hacía falta ser ningún lince para darse cuenta que allí no se hacía una limpieza a fondo desde que Dios creó el polvo, con perdón. El estado de mi cartera no me permitía costearme los servicios de una asistenta, y yo no soy de esos que se desviven exterminando a las pelusas, persiguiéndolas debajo de los muebles, ni de los que no paran hasta que la raya del pantalón les sale dibujada con escuadra y cartabón. En la mesita de noche se amontonaban algunos libros en inestable columna salomónica, y el polvo, chulesco y provocador, se mostraba subido sobre ellos, tapizándolos de suave color gris ceniza. El ropero iba volcándose cada día un poco más hacia delante, quizás de forma imperceptible para los demás, pero no para mí; sin duda, intentaba jugar conmigo al escondite inglés, hasta caer sobre mis piernas la noche menos pensada. Varias camisas descansaban esparcidas sobre el suelo, a la manera de cadáveres de un accidente aéreo, antes de la llegada de las asistencias. Me prometí, un día más, que de hoy no pasaba, que por fin limpiaría y ordenaría todo, que ya era hora, por Dios, Juan, que te estás convirtiendo en un desastre de hombre, si no lo era ya. Aproximadamente cinco minutos más tarde, la promesa cayó en la misma fosa común que las anteriores, y una nueva colilla a medio fumar apareció entre las otras mil quinientas, cien arriba, cien abajo, que se hacinaban en el cenicero del salón. Un último repaso en el espejo, la recolocación de un pelo que se rebelaba contra la dictadura de la gomina, cayendo sobre la frente, y a la calle.

Mientras me hacía un esquema mental de los pasos que debía seguir a partir de ahora, tomar cafetito, comprar el periódico, acercarme a la academia a ver si necesitaban personal para las clases de verano, lavar el coche, ¿lavar el coche?, fuera, fuera… bajé por las escaleras las cinco plantas hasta el portal. En la entrada, tras el mostrador de madera, que con casi toda seguridad procedía del Arca de Noé, se encontraba Doña María del Pilar, viuda de guerra, portera del bloque y mi casera, una mujer de armas tomar, que había hecho huir por piernas a más de un repartidor de publicidad, y a varios miembros de los comandos de los Testigos de Jehová, a pesar de sus carnes. Aprovechando que estaba de espaldas, pasándole el plumero a los buzones, intenté alcanzar la puerta; uno puede esquivar a los tenderos y a los dueños de los bares en los que uno debe hasta de callarse, pero a los caseros es mucho más complicado, sobre todo en el caso de Doña María del Pilar, maestra de perros de presa y de defensas centrales. Me moví con sigilo, casi de puntillas; quien me viera desde la calle creería que andaba sobre brasas ardientes o un suelo recién encerado. Pero todo resultaba en vano; el más mínimo cambio en el discurrir de las corrientes de aire del portal pondría sobre aviso los sistemas receptores de mi portera... o eso, o que por poco no me mato al resbalar sobre el suelo, aún húmedo después del último fregoteo.

¿Realmente es este tío tan guarro o es que no limpia por flojo? ¿Cabrían tantas colillas en un piso de 30 metros cuadrados? ¿Tanto peligro tenía la portera? Éstas y otras preguntas existenciales, pronto, aquí mismo.

jueves, 11 de octubre de 2007

Capítulo 1: El Dedos, La Milagrosa y unas clases

Eran las nueve de la mañana cuando el reloj despertador empezó a darme las noticias de la mañana a gritos, sacándome de un paraíso de chicas en bikini, y vasos llenos de ron de caña hasta el mismo filo. Intenté esconderme debajo de la almohada, pero era inútil; el locutor de la emisora se había tragado durante el desayuno un par de altavoces de mil vatios, y los estaba probando junto a mi oreja, SOOOOOOON LAS NUEVE DE LA MAÑANAAAA, UNA HORA MEEEEEENOS EN CANAAAARIAS. Así que salí de mi madriguera de la almohada, me estiré hasta el límite de las articulaciones y me senté en el borde de la cama, al compás del crujir de mis tobillos. Me levanté despacio y me saqué los calzoncillos de la raja del culo, antes de que me llegaran hasta el duodeno.

La habitación estaba a oscuras, pero la conocía muy bien, como sabía la posición exacta de los lunares de mi brazo. Avancé a ciegas hasta la ventana, subí la persiana y dejé que el sol inundara el dormitorio, hiriéndome los ojos con agujas amarillas y haciéndome parpadear tres docenas de veces. Las sombras se batieron en retirada, refugiándose bajo la mesita de noche; la pobre aguantaba de pie apoyada contra la pared, frente a un viejo ropero de madera que pronto sería declarado Parque y Reserva Nacional de la Polilla.

Aún tambaleándome, víctima de las balas del sueño, y descalzo, en venganza a los más de veinte años en los que tuve que oír a mi madre decir que me pusiera las zapatillas, llegué hasta la puerta del cuarto de baño; la puñetera, al girar sobre sus goznes, protestó con el mismo tono de sublevación que una vieja artrítica a la que se le cuelan en la cola del supermercado. Me planté frente al espejo, que me devolvió el reflejo de un tipo que se asemejaba a mí, sí, quizás fuera yo ese, un treintañero que había tenido mejores mañanas. Los ojos, normalmente marrones, tenían esa mañana una aureola rojo sandía alrededor del iris, producto de las muchas horas fijando la vista y una conjuntivitis mal curada en la niñez. No me preocupaba mucho, pero día a día las entradas se iban agrandando, como si el cuero cabelludo le fuera viniendo cada vez más pequeño al cráneo, y yo encima me empeñaba en seguir peinándome hacia atrás, dejando las puntas del pelo hacia arriba. Estiré la mandíbula y me acaricié la barbilla, notando como lo que en su día fueron unos puntos azulados, ahora era una gran extensión de césped muy mal cuidado, corto y con parches; así que, por una vez y sin que sirviera de precedente, me dispuse a afeitarme, sin que tuviera que hacerlo por obligación ante una cita social ineludible, boda, bautizo o comunión del niño del primo Fernandito. El resultado: una cara suave como el culo de un recién nacido, tres cortes alrededor de los labios con sus correspondientes trozos de papel higiénico y un lavabo lleno de pelillos.

¿Quién es este tío? ¿Y por qué nos tiene que contar que tenía los calzoncillos metidos por el culo? ¿Qué pasará cuando su madre se entere de que anda descalzo? Todo esto y mucho más, muy pronto...